jueves, 7 de octubre de 2010

Luz de luna

Sus rodillas. No podía dejar de mirar sus rodillas. La luz de la luna jugaba con su falda mientras conducía. Su falda blanca favorita y una camiseta negra de tirantes. No le hacía falta más para estar preciosa. Olía a canela y a vainilla, y a restos de incienso quemado aquella tarde. Y su piel... Su piel parecía tan suave como el algodón sobre una herida. La oía hablar, pero era imposible escucharla.


Llegamos. Desde allí se podía ver toda la ciudad iluminada. Y todo el cielo. Y árboles, y caminos, y oscuridad... pero ni un alma en al menos un kilómetro a la redonda. Nos recostamos sobre el capó y dejamos que el frío erizara nuestra piel mientras nuestras miradas y sueños se perdían entre las estrellas.


"Ya es la hora", fue lo único que dijo. Se levantó, se quitó los zapatos, se alejó cinco pasos, y se quedó de espaldas. Se quitó la camiseta, despacio, disfrutando de mis ganas, y la tiró al suelo con la misma gracia con la que cae la primera hoja del otoño. ¡Bienvenido a la estación de los colores! Su falda siguió el mismo camino que su camiseta negra, cayendo despacio a sus pies. Sacó los pies de ella y avanzó dos pasos hacia mí, de frente. Su olor volvió a rodearme. Su calor, en contraste con el frío de la noche. Y su piel. Su piel que no me dejaba ver más allá. Su piel que brillaba a la luz de la luna llena. Su piel que me llamaba a gritos silenciosos. Su piel suave, su piel morena. Su piel que necesitaba sentirse libre.


Se quitó la ropa interior avanzando otros dos pasos hacia mí. Ahora podía oírla respirar, podía ver la sonrisa de la luna reflejada en sus ojos negros como el cielo. Podía ver su piel completamente erizada por el frío nocturno. Podría tocarla con sólo estirar un brazo, pero no lo hice. Podría haberla amado allí mismo, pero no lo hice. Podría haber dejado de mirarla... No, no pude.


Y entonces empezó. Empezó a vestirse con las manos, con hilo de deseo y tela de caricias, con ganas, como si no hubiera mañana. Su respiración se agitó, y su mirada se hizo más fuerte. Ella, que siempre se escondió detrás de una máscara de sonrisas que no dejaban ver más allá, se desnudó en cuerpo y alma para mí. Se perdió en sus rincones mientras yo acompasaba mis latidos con sus movimientos, mi respiración con sus jadeos, mi placer con el suyo. Mientras mi estómago daba vueltas y más vueltas, mientras sentía cómo mi mundo cambiaba con cada aliento que le regalábamos a la noche, mientras me emborrachaba de su olor y de su vida, de su intimidad, de su persona. Hasta que un gemido desgarró el silencio de la noche y en su cuerpo estalló la primavera, quemó el verano, y heló el invierno en el otoño más cálido de mi vida.


Abrió los ojos y me miró, acabando con mis defensas. Algo se rompió dentro de mí, y ella lo vio. Se acercó, dejó sus labios a medio centímetro de los míos, y se quedó ahí, quieta, con los ojos cerrados, esperando dejar de notar mi aliento en sus labios para notarlo en su boca. No lo hice, no pude hacerlo. Así que bajé la cabeza, derrotado, rozando sin querer su cuello con mi nariz y sintiendo su estremecimiento. Ella notó mi retirada, así que puso sus manos en mis mejillas y rozó su nariz con la mía, despacio, con más cariño que nunca. Un beso esquimal en una noche de frío glacial derretido. Bajó sus manos por mi cuello, mis hombros, mis brazos, y mi mente se bloqueó. Fui incapaz de moverme. Tomó mis manos entre las suyas y me miró a los ojos. Esta vez fui yo quien no aguantó. La solté, y noté que algo se había roto dentro de ella esta vez. Dos corazones rotos en una sola noche. Quizá sea un precio demasiado caro a pagar por un poco de calor.


domingo, 3 de octubre de 2010

Sentir.

Un beso fronterizo. Todo empieza con un beso fronterizo que no se espera. Justo antes de pasar el día juntos. Un día de escalofríos, confidencias, sonrisas torcidas, y risas insanas. Y también una caricia a medias, una mano despreocupada sobre una rodilla y un corazón arrítmico. Elena se pasó el día dando rodeos y más rodeos, intentando evitar la manzana. Una manzana que no deja de bailar al ritmo que le marca el aire.

Pero Diego rompió el protocolo de sólo amistad rozando la comisura de Elena también al despedirse. Ella se apartó, y con sus enormes ojos dorados por fin le preguntaron qué pasaba.
Él sonrió. Aunque tardía, se alegraba de su reacción. Y le pidió un favor. "¿Confías en mí?", le preguntó. Y al oír la contestación de ella, le pidió que cerrara los ojos.

Elena, con su gesto tan típico, frunció sólo una ceja y entornó sólo un ojo, sospechando, pensando, no queriendo creer lo que estaba pasando. Pero accedió. Sintió cómo Diego se acercaba, poco a poco, despacio, muy despacio, dejando que ella notara su respiración fuerte a medida que se iba acercando. Le puso el dedo índice sobre los labios, mientras le daba un pequeño mordisco en el cuello, cerca (muy cerca, demasiado cerca) de su oreja izquierda, y le susurraba un "buenas noches" con esa voz ronca que tanto le gustaba.

Notó cómo un gemido iba abriéndose paso por su garganta, ardiente, gutural, intenso. Un gemido de esos que son como suspiros que se han quedado dentro y, tarde o temprano, acaban por salir. Y le buscó los labios a ciegas. Le besó como si no hubiera mañana, mientras su cadera se acercaba a la de él, y sus brazos buscaban como desesperados el final de su espalda. Sintió la mano derecha de Diego abriéndose paso entre su cazadora, mientras la izquierda rebuscaba por su bolsillo las llaves del portal.

Subieron las escaleras de tres en tres agarrados de la mano, y entraron a casa esparciendo bolso, cazadora, llaves, zapatos y camisetas por el suelo. Diego fue empujando a Elena hasta su habitación mientras ella se peleaba con su cinturón.

Ya desnudos, sobre la cama, Elena encima de Diego, a horcajadas, pero aún manteniendo las distancias, ella posó la mano sobre el pecho de él, intentando pararse un momento a pensar qué estaban haciendo. Pero él ya lo tenía más que claro, y le agarró los muslos mientras bañaba su mirada por su cuerpo para acercarla aún más a él.

Lento, un baile lento al principio, mientras los ojos de los dos caminaban por cada poro de la piel del otro, seguidos por lenguas y labios y manos y dedos. Diego hizo girar a Elena sin despegar sus caderas, y Elena se dejó hacer y llevar, se dejó manejar como quiso él, que le agarró las muñecas posándoselas debajo de la almohada, mientras su lengua se iba perdiendo por los pensamientos (o por la ausencia de ellos) de Elena. Y se quedó así, reclinado sobre ella, aumentando el ritmo mientras los dos, con los ojos cerrados, se sentían el uno al otro.

Ella volvió a girar, se revolvió, arañó, mordió y gimió con desesperación y su espalda se curvó involuntariamente a la vez que él se reclinaba y fundía su saliva sobre su pecho. Ella cerró los puños atrapando los hombros de Diego, abrazándole, acercándole más aún a ella, sintiéndole más dentro, más fuerte, más vivo. Y entonces...

... el Big Bang. Una explosión. Tormenta, rayos, truenos, lluvia enfurecida, fuego, volcanes, erupciones. Placer, mucho placer y un poco de dolor. Gemidos y gritos, jadeos, respiraciones entrecortadas con los ojos cerrados. El orgasmo.

Pero cuando Elena abrió los ojos ya no estaba en la cama de Diego, desnuda, sudada y rezumante de amor. Aún estaba en el portal, y con el dedo índice de Diego sobre sus labios, y escuchando su respiración al lado de su oreja.



A veces el calor de otra persona se siente sin llegar a tocar. Sólo hay que cerrar los ojos y sentir.

lunes, 28 de junio de 2010

Macedonia

La había visto de espaldas. Llevaba el pelo recogido en una especie de coleta enmarañada.

Recuerdo que, cuando intentó quitársela, el olor de su champú y sus risas por los enredos en su pelo inundaron toda la habitación.

Cogí su cara entre mis manos y la besé. Sabía a fresa, olía a coco, y su piel era de melocotón. Perfecta macedonia para cenar.

Imposible olvidar la mañana siguiente. Cuando desperté, ella ya no estaba a mi lado. "Se habrá ido", pensé. Bajé desnudo a la cocina, y allí estaba ella preparando el desayuno para dos que y siempre había querido ver sobre mi encimera. Desnuda, sólo sus braguitas y mi camisa, como en una película. Es increíble, nuestra ropa les queda mejor que a nosotros.

Se giró, me había dejado unos minutos para que la observara en silencio, como si supiera lo que estaba pensando. A lo mejor lo sabía. Se giró y me lanzó una sonrisa torcida, y me dijo un buenos días cargado de deseo.

Desayunar; ¿a quién le importaba desayunar? Había manjares mejores en aquella habitación.