martes, 18 de agosto de 2009

Paula y Jorge


Paula y Jorge se conocieron una tarde de agosto en la que había más nubes que estrellas en el cielo. Paula estaba tumbada en el suelo, buscando formas a las nubes, y llamó al chico aquel que llevaba tanto rato leyendo en el banco más cercano. Le preguntó qué veía él en aquella nube que estaba al lado del unicornio, y él, mientras se tumbaba a su lado, le contestó que era imposible ver otra cosa que una amalgama de agua y polvo. Le contó que él prefería buscar formas a las estrellas, que siempre mantenían la misma postura y no dependían de la gente como él que, todos los días al levantarse, soplaban y soplaban y seguían soplando hasta que se deshacían de cada molécula en estado gaseoso que hubiera presente en su cuerpo, intentando apagar el sol que tanto odiaban con el efecto mariposa. Y así fue como Paula decidió que quería conocer a aquel chico al que le gustaba tanto la noche que quería apagar el sol. 


Sí, Paula y Jorge son amigos. Son de esa clase de amigos que creen que el otro nunca jamás pensaría en él de una manera sexual. Todo el que les conoce rumorea que no es cierto, que su relación encubre una infidelidad de él, que vive cómodamente en un piso del centro con su novia Tamara. Pero Tamara confía en Jorge. Tamara confía en Jorge incluso más que en ella misma, por eso nunca protesta cuando él va a ver a Paula y se queda a dormir allí. 


Paula y Jorge nunca han sido novios. Son de esa clase de amigos que se quieren como dos mejores amigos, pero que sienten que el intento de algo más sería un enorme fracaso, y prefieren conservar la amistad al sabor amargo de la ruptura. 


Siempre es Jorge quien va a ver a Paula, y no al revés. Tamara entiende su relación, la admite y la permite, la soporta, pero es más feliz sin la tentación de espiarles, sin la tentación de ceder a la desconfianza. Siempre que Jorge va a ver a Paula, alquila una película, que siempre supera a la anterior, y les da un tema de discusión para el par de días que pasan juntos. Jorge se pasa días escogiendo la película que llevará esa vez. Días o incluso semanas, porque no quiere defraudar a Paula, porque sabe que es exigente, porque la conoce casi tanto como la quiere. Y a Paula nunca le decepcionan las películas de Jorge. 


Pero Paula no consigue recordar el título de la película de este fin de semana. Lleva demasiados días haciendo girar lo que hay dentro de su cabeza y no es capaz de concentrarse. Es consciente de que su cuerpo está en el sofá de siempre, con la postura de siempre, con la cabeza sobre el apoyabrazos derecho del sofá sobre el que siempre la apoya, y con los gemelos sobre las piernas de Jorge; con la ropa de siempre, su camiseta gris con letras gris oscuro desteñidas, antes negras, que la llaman "love lover", y sus bragas grises, del mismo gris que su camiseta gris, y con la sonrisa tonta para Jorge de siempre. Paula es consciente de que físicamente está allí, en el sofá de siempre, viendo una película buena, como siempre. Físicamente está allí, pero mentalmente está muy lejos, tan lejos como el futuro que intenta imaginarse. 


Paula piensa en Jorge. Piensa en cuándo llegará el día en el que ella encuentre su Tamara, su media naranja, su pareja comprensiva que no intente privarla de ver a Jorge y de estar con él, de acariciarle y abrazarle cuando a ella le apetezca, igual que con cualquier otra amiga. Y entonces Jorge la mira. Mira a Paula y ve una Paula de aire ausente, totalmente entregada a sus pensamientos, y, sin pensárselo dos veces, coge el mando de la televisión y despide la película por primera vez en tantos años que llevaban de amistad. 


Paula tarda un rato, demasiado rato, en darse cuenta de lo que ha hecho Jorge. Y ahora le mira intentando entender por qué él ha bajado de la línea invisible que rodea a Paula a la altura del ombligo, por qué se ha entretenido acariciándola la línea no tan invisible que separa la piel morena, tostada por el sol, de la piel pálida y cubierta de vello que Paula nunca ha dejado ver ni tocar a Jorge, por qué la ha acariciado con esa sonrisa que nunca ha visto en la cara de Jorge, pero sí en otras muchas caras de otros muchos hombres que siempre, sin excepción, han acabado desnudos sobre la cama de Paula, sólo vestidos con sudor y líquidos. 


Y justo cuando Paula entiende que acabará pasando lo inevitable, lo que han estado retrasando demasiado, Jorge enlaza sus manos sobre su regazo en un patético intento de autocontrol, como intentando hacer ver que se ha dado cuenta de que no está bien lo que hace y que lo siente. Y es cuando Paula sonríe y empieza a desearle, y alza su mano izquierda que llama a gritos mudos a la de Jorge, mientras aprieta la derecha contra la funda del sofá, queriendo expulsar así lo que Paula no es capaz de controlar de otra manera. 


Paula posa la mano de Jorge sobre su rodilla, y le dice con una mirada mucho más sumisa de las que Jorge se ha acostumbrado a interpretar que tiene permiso. Que tiene más permiso que ningún otro hombre de los que han tenido permiso antes. Su mano asciende por el muslo de Paula buscando la cima que coronará hoy, buscando ese monte con corazón propio, con un corazón propio que late con furia, fuerza y ganas, que late de pura excitación. Serpentea por la cara interior del muslo como intentando enredarse con el corto vello que Paula no se ha molestado en volver a rasurar, y Jorge sabe que Paula no se ha puesto guapa para él, que no se ha preparado, que no interpreta ningún guión previamente estudiado. Que esta Paula es más Paula que nunca, que es toda ella de él, con todos sus defectos y virtudes. 


Paula sabe que eso no está bien. Piensa en Tamara, y en su futuro Tamara, ese que ya no confiará en la amistad entre Paula y Jorge, porque una noche detuvieron la película buena que tanto tardó Jorge en escoger, y tuvieron un sexo del bueno que poco tardó Jorgue en aprender a soñar. Y justo cuando el no está a punto de salir de los siempre preciosos y ahora tan rojos labios de Paula, Jorge encuentra el claro del bosque, encuentra la cueva que esconde el tesoro de Paula, ese tesoro que tanto se habían esforzado en esconder. Y la boca de Paula muta el no en un gemido traducible a un , y Jorge se siente más que nunca como un volcán a punto de entrar en erupción. 


Jorge explora el mundo interno de Paula, esa parte de Paula con la que nunca había soñado toparse, mientras ella le arranca a gemidos toda la ropa que aún lleva él. Y entonces Paula se encuentra mirándose a sí misma desde el techo del salón, y se ve en una postura en la que no ha estado nunca con Jorge, con su cabeza apoyada sobre el pelo de Jorge como nunca lo ha estado, con sus piernas rodeando la cintura de Jorge como nunca la han rodeado, con su corazón latiendo al ritmo acelerado que le marca Jorge, un ritmo que Jorge nunca le había marcado. 


Paula se oye gemir de placer y gritar de puras ganas, y llora por dentro odiándose por no haber podido mantenerse alejada de un pecado parecido al de Eva, por no haber podido mantenerse alejada de la tentación que tanto tiempo ha estado a su lado, por haber cedido al deseo. Jorge interpreta los gritos como insistentes y no como desesperados. Jorge, el Jorge que tan bien conoce a Paula, el Jorge que ahora confunde señales, quiere acercarse aún más a Paula. Quiere sentirse más dentro, quiere ser más uno y menos dos, quiere dejar de ser un nosotros para ser un alma única, para ser un alma única de otra manera inalcanzable. Pero la alcanza, claro que la alcanza. Alcanza el zénit del placer a la vez que oye el gemido de Paula. No un gemido, sino el gemido. Ese gemido que es más agudo que los demás, más rasgado, más ardiente en la garganta, más ronco, más vivo, más duro que ningún otro. Ese gemido que encubre que con Jorge ha conocido más placer que con ningún otro, porque Jorge no sólo ha tratado su cuerpo con más cariño incluso del que le ofrece ella, sino que también ha tocado su alma. La ha acariciado, ha sentido el ardor de dos almas fundiéndose en una, en una sola alma que le recorría las entrañas, y que hacía que este fin de semana fuera el fin de semana, ese que no es (ni sería jamás) igual a otro, el irrepetible, el primer fin de semana que Jorge y Paula escribieron amor con leches saladas y dulces y amargas sobre las sábanas de Paula. 


lunes, 10 de agosto de 2009

Otro amor de verano [Lucía Etxebarría]

Te la encontraste hace diez semanas en la misma playa de aquel verano. Ella llevaba un bikini rojo. Te acercaste a saludarla. Te sorprendió aquella mirada de odio que delataba a gritos su pasión, su indignación de esposa ultrajada. Pasó de largo, los dientes apretados, las pupilas dilatadas y fijas.

Tú tenías 16 años; ella, 10. Ella, pensabas tú, era la depositaria de un afecto inocente y puro que tú entregabas con la fe que es natural a todo gran amor. El sexo era otra cosa. Eran revistas con mujeres de un rubio imposible, no su dorado cálido y trigal, sino de un tono metálico y agresivo; mujeres que exhibían unos globos hinchados y turgentes allí donde ella sólo tenía unos pezones pequeños sobre un torso perfectamente plano; mujeres con unas nalgas casi esféricas que nada tenían que ver con los hoyos perfectos de su cadera de virgen; mujeres de revistas tan manoseadas y pegajosas como los órganos de quienes las hojeaban, mujeres imposibles que pasaban de mano en mano entre los chicos de tu clase.
¿Cómo pudiste ser tan ignorante, tan insensible, tan ciego, tan increíblemente despreocupado? Pero sin esa ignorancia, sin esa despreocupación, ¿cómo habrías podido avanzar o, incluso, sobrevivir? Tuviste que concentrarte en seguir hacia delante. Como un funámbulo que avanza sobre la cuerda floja, no podías permitirte mirar hacia abajo ni a los lados por miedo a resbalar.

Quizá lo que os unió fue que lo vuestro fuera imposible. Tú siempre deseaste, y aún deseas, lo inalcanzable, ¿no es cierto? Quizá precisamente porque no podía ser, fue. Fue porque de aquella manera sentías más intensidad en el deseo, en el amor, en la seguridad misma de que la rutina y la costumbre nunca asesinarían aquel amor de verano. Desearla, amarla, fue un suicidio emocional, una adicción de vértigo a una rara y bella droga humana a la que tú te fuiste enganchando en pequeñas dosis y en viajes de diferente placer, pero de la que huiste porque sabías que podía ser letal.
Ojalá pudieras rebobinar la cinta y pulsar el play de nuevo. Rehacer la jugada. No recuerdas gran cosa de ti entonces, de cómo eran tus dudas, tus deseos, tus miedos, antes de meterlos en esa caja fuerte cuya combinación aún sigue en el olvido. Representa un gran esfuerzo recordar los detalles de ese dolor, sólo te queda el eco del sufrimiento, las huellas que ha dejado en ti.

Durante años desechaste su imagen con todas tus fuerzas, pero volvía. Te repugnaba como una villanía, como la peor de las bajezas, aquella predilección con la que tus sentidos se recreaban en el recuerdo de la tibieza de su piel apenas les daba rienda suelta. Te acometían un remordimiento punzante, un asco de ti mismo, un tormento tan incomparable de tener que despreciarte que no tuviste otra solución que el olvido. Te entregaste al olvido con una pasión poderosa, de las que avasallan, y lo acogiste con más placer que a una amante. Quizá, si no te hubiera llegado esa carta, nunca habrías admitido lo que sucedió.

Tú creías que tus caricias la tranquilizaban, que la relajaban, que conseguían que durmiera sin pesadillas, sin fantasmas de fiebre ni insomnio. Pero la carta revienta de angustia y de cólera, de indignación y amargura. Folios y folios de escritura enrevesada y de palabras cargadas de veneno, tal es el reconcomio que contienen, el ácido corrosivo que desbordan entre líneas. Una carta que te fuerza a admitir que entre ella y tú existía una palabra prohibida, proscrita, impronunciable, como todo lo que tuviera la menor relación con ella. Esa palabra que os ha separado tantos años. Sexo.



[Texto de Lucía Etxebarría, para la columna "Simpatía por el débil", de Magazine]