viernes, 7 de diciembre de 2012

Mar y Paula


Estaba dormida cuando sonó el timbre. El reloj de la mesita marcaba las 5.26. Se levantó de un salto, nerviosa, sabiendo que a esas horas no podían ser buenas noticias. Abrió la puerta y vio a una mujer derrotada, sin esperanza, con la ropa revuelta y el rimmel dibujando caminos oscuros por sus mejillas. 

- ¿Paula? ¿Qué ha pasado?
- He discutido con Sergio. Mucho. Me ha preguntado que de dónde venía a esas horas. No recuerdo qué le contesté, pero empezamos a discutir, y acabó diciéndome que era una zorra y que iba a enseñarme cómo había que tratar a la gente como yo. Y después intentó besarme, y yo no le dejé, y entonces nos peleamos, y el no hacía más que intentar follarme y recordarme lo puta y zorra que soy, y le di un tortazo, y él me empujó y me tiró al suelo, y yo... yo... no sabía qué hacer... Joder, Mar, esta vez ha sido muy gorda. Sé que es muy tarde pero no sabía qué hacer ni a dónde ir... 

Otra noche sin dormir por culpa de Sergio. Mar llevó un vaso de agua al salón pensando en las ganas que tenía de ir a su casa y partirle la cara. Al agacharse para posar el vaso en la mesita, un pezón travieso asomó por el escote de su camiseta. Se tapó por instinto, pero le dio tiempo a ver la mirada curiosa que había en los ojos de Paula, detrás de una cortina de lágrimas. 

Mar se fijó en Paula. No era la primera vez que venía llorando en mitad de la noche, pero nunca la había visto así, con un aspecto tan vulnerable y tan resignada a perder. La miró, y en sus ojos leyó la súplica de un abrazo. Mar se acercó y la abrazó, intentando consolar parte de la rabia y la pena que desbordaba a Paula. Ésta respondió al abrazo, pero Mar notó que las manos de Paula rozaban el límite entre abrazo y provocación. 

Paula siempre había sospechado que a Mar le gustaban las mujeres. Era su mejor amiga y, aún así, no conocía ninguno de los novios que había tenido. Todos habían durado demasiado poco como para que le diera tiempo a conocerlos. Además, notaba las miradas que a Mar se le enredaban entre sus piernas, y las que se perdían por su pecho. Se dio cuenta de la poca ropa que llevaba Mar cuando se acurrucó en el sofá y se tapó con la manta negra que siempre tenía sobre él, mientras ella vomitaba palabras entremezcladas con insultos hacia Sergio, intentando explicar por qué no podía parar de llorar. 

- ¿Qué te decía?
- ¿Qué?
- Se asomó por la ventana después de tu portazo, y se puso a darte voces. ¿Qué te decía?
- Ah, perdona. Estaba pensando en ti. 
- ¿En mí?
- Sí, en ti. Tú nunca has tenido estos problemas. 
- Tú y yo nunca hemos sido iguales. 
- Lo sé, y eso es parte de lo que nos hace especiales. Aunque a veces me encantaría ser como tú. 
- ¿A qué viene esto, Paula?

Se acercó poco a poco hasta Mar, y le metió con cuidado las manos por debajo de su camiseta, comprobando que realmente no llevaba ropa interior. Las mantuvo ahí mientras la besaba, notando cómo se endurecían sus pezones, que bailaban por el contraste entre la frialdad de sus manos y el calor de su boca. 

Mar no sabía qué hacer. Los pensamientos circulaban atropellándose por su cabeza, contradictorios, desesperados. Siempre había sentido algo especial por Paula, siempre había soñado con el día en que se diera cuenta de que la quería y cruzara la línea que las separaba, pero no entendía por qué hoy, por qué ahora. Por qué tenía que mezclarse su amor con las lágrimas por otro amor, con la rabia acumulada tras horas de pelea. Acabó cediendo a los impulsos de Paula, incapaz de contener sus ganas, que aumentaban al mismo ritmo que la respiración de la que hasta hacía unos minutos había sido su amiga. ¿Qué serían ahora? ¿Qué pasaría después? ¿Haría como si lo que estaba a punto de pasar nunca hubiera pasado, o todo cambiaría radicalmente? ¿Conseguiría hundir a Sergio en el hoyo que él mismo había excavado? 

Paula sintió la fuerza renovada que transmitía el nuevo beso de Mar, mientras bajaba su cara y sus manos, perfilando el cuerpo de mujer que estaba bañando en saliva. La lengua de Mar se enredó por el ombligo de Paula, y sus dientes chocaron con el piercing negro metálico, con letras plateadas, que ella misma le había regalado. Sus dedos empezaron a jugar con sus labios y su corazón. Paula rodeó los hombros de Mar con sus piernas, y le dijo cuánto la deseaba entre gemidos desesperados. 



domingo, 18 de noviembre de 2012

Hay días y días...


Hay días que no puedes pensar porque la rabia te ciega.
Hay días que tragas, tragas, tragas tanto que llega un momento en el que sólo puedes vomitar.
Hay días en los que el corazón te late con tanta fuerza que parece que va a explotar y se te va a salir del pecho.
Hay días que haces del menor granito de arena la montaña más grande del mundo. Y lo sabes. Pero no puedes evitarlo.
Hay días que no sabes qué hacer, hay días que estás perdida, hay días que sólo quieres llorar.
Hay días que se hacen largos y oscuros como un túnel sin final.
Hay días tontos... y tontos todos los días.
Hay días que es mejor callar, respirar, contar, despacio, calmarse... y hay días que no.
Y hay días que, aunque no sea mejor callar, acaba resultando dolorosamente imposible, y explotas, porque ya no aguantas más, porque tu universo se ha comprimido tanto que necesita explotar y expandirse de nuevo.
Pero no, este no es uno de esos días. Sólo es una gota más que aún no ha conseguido llenar el vaso.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Sentir


Marta echó a correr bajo aquel atardecer rojo miedo. Miedo porque cada dos minutos sentía en su garganta ese nudo hecho de desesperación, celos y locura por no ser lo que quería ser. Por no ser ni la mitad de lo que debería haber sido. Por dejarlo todo a medias, por no terminar las cosas, por no decir lo que pensaba, por fallarse.

Y contaba los segundos y sus pasos. De uno en uno, de dos en dos, de diez en diez. Contaba y contaba intentando tragarse el nudo y las lágrimas, porque sabía que no era suficiente para Dani, porque sabía que él algún día se daría cuenta también y la dejaría. Y ella nunca, nunca antes había tenido miedo. No es que nunca hubiera amado, o que nunca hubiera perdido... Ella había querido con todo su corazón y parte de su rabia, había querido como quien quiere a un gato abandonado, y había fingido querer. Pero nunca había sentido que no era ella quien controlaba la situación. Siempre se había sentido adorada, siempre había sabido que los otros lo dejarían todo por ella, que la necesitaban. Sentía que era ella quien decidía, quien había escogido conformarse con ellos. Hasta que se cansaba, y cortaba de raíz sus relaciones y su pelo.

¿Y ahora qué? Ahora nada, ahora miedo y angustia, ahora vomitar de ansiedad y huir corriendo. Ahora insomnio y horas en blanco. Ahora sentía, por fin. Ahora que ya había perdido la fe, ahora que sentía que ya no quedaba nada de lo que había sido una vez, que los sueños que había tenido de pequeña ya no eran nada, ahora que creía que había madurado, que se había vuelto independiente, ahora... Ahora llegaba él y llenaba su vida fácil de amor y dudas y miedo y un sexo brutal. Lo mejor y lo peor, el cielo y el infierno en una sola persona.

A veces, Dani veía su mirada perdida y el reflejo de ese miedo, o dudas, o no sabía muy bien qué. Y siempre le preguntaba a Marta qué estaba pensando con unos ojos llenos de cariño y dulzura. "Nada", decía ella. Siempre nada. Y él insistía, una o dos veces más, obteniendo siempre la misma respuesta. Hasta que se cansaba, fingía creérselo, y ella fingía que no sabía que él fingía. Sonreía e intentaba salir de sus pensamientos dándole un beso, provocándole, haciéndole pensar en la otra cosa.

Y es que eso era parte de lo que le preocupaba a Marta. Dani siempre hablaba mucho, siempre le contaba historias, le hablaba de gente, le recordaba con cada palabra que decía que había vivido más vida él en un año cualquiera que Marta en todos sus 24. Marta supo desde el principio que no era buena para él, que no era suficiente, que no tenían nada en común. Pero se negó a renunciar. Quiso hacerlo, le escribía mensajes, muchas veces, que nunca consiguió enviar. Dejándole, diciéndole que no le necesitaba y que no quería seguir con él... pero no podía enviarlos, porque no había una sola verdad en todo lo que le decía. Marta le quería, le necesitaba, era él quien le recordaba con cada mirada lo que era SENTIR.

Aquel día Marta había acumulado demasiada mierda que no era capaz de digerir. Le dio un beso tranquilo y triste, y dejó que él se fuera. En cuanto se dio la vuelta echó a correr. Corrió y corrió como si se hubiera pasado la vida corriendo. Como si fuera la pérdida lo que la perseguía. Sin darse cuenta, algo la hizo ir frenando hasta detenerse. Se fijó en el letrero del local en el que se había parado, y entró. Parecía íntimo, con gente amable. Y entonces lo vio claro. Se sentó, esperó su turno y, después de 20 minutos de espera, pasó a la habitación. "¿Dónde lo quieres?", le dijeron. "En las costillas, cerca del corazón. Que duela."

martes, 18 de septiembre de 2012

Miedo


A ti, a la que nunca le preocupa nada, la que siempre es feliz y sonríe y bromea. A ti volvió ese nudo en el estómago, ese miedo a que algo o todo salga mal, ese miedo a la pérdida, a la decepción, a la nada. Pero lo desechas de un plumazo con una sonrisa, con una broma, como restándole importancia al asunto. Para que no te afecte, para que nada pase la membrana que te separa de la realidad, para que nada te saque de tu mundo perfecto y feliz. 

jueves, 7 de octubre de 2010

Luz de luna

Sus rodillas. No podía dejar de mirar sus rodillas. La luz de la luna jugaba con su falda mientras conducía. Su falda blanca favorita y una camiseta negra de tirantes. No le hacía falta más para estar preciosa. Olía a canela y a vainilla, y a restos de incienso quemado aquella tarde. Y su piel... Su piel parecía tan suave como el algodón sobre una herida. La oía hablar, pero era imposible escucharla.


Llegamos. Desde allí se podía ver toda la ciudad iluminada. Y todo el cielo. Y árboles, y caminos, y oscuridad... pero ni un alma en al menos un kilómetro a la redonda. Nos recostamos sobre el capó y dejamos que el frío erizara nuestra piel mientras nuestras miradas y sueños se perdían entre las estrellas.


"Ya es la hora", fue lo único que dijo. Se levantó, se quitó los zapatos, se alejó cinco pasos, y se quedó de espaldas. Se quitó la camiseta, despacio, disfrutando de mis ganas, y la tiró al suelo con la misma gracia con la que cae la primera hoja del otoño. ¡Bienvenido a la estación de los colores! Su falda siguió el mismo camino que su camiseta negra, cayendo despacio a sus pies. Sacó los pies de ella y avanzó dos pasos hacia mí, de frente. Su olor volvió a rodearme. Su calor, en contraste con el frío de la noche. Y su piel. Su piel que no me dejaba ver más allá. Su piel que brillaba a la luz de la luna llena. Su piel que me llamaba a gritos silenciosos. Su piel suave, su piel morena. Su piel que necesitaba sentirse libre.


Se quitó la ropa interior avanzando otros dos pasos hacia mí. Ahora podía oírla respirar, podía ver la sonrisa de la luna reflejada en sus ojos negros como el cielo. Podía ver su piel completamente erizada por el frío nocturno. Podría tocarla con sólo estirar un brazo, pero no lo hice. Podría haberla amado allí mismo, pero no lo hice. Podría haber dejado de mirarla... No, no pude.


Y entonces empezó. Empezó a vestirse con las manos, con hilo de deseo y tela de caricias, con ganas, como si no hubiera mañana. Su respiración se agitó, y su mirada se hizo más fuerte. Ella, que siempre se escondió detrás de una máscara de sonrisas que no dejaban ver más allá, se desnudó en cuerpo y alma para mí. Se perdió en sus rincones mientras yo acompasaba mis latidos con sus movimientos, mi respiración con sus jadeos, mi placer con el suyo. Mientras mi estómago daba vueltas y más vueltas, mientras sentía cómo mi mundo cambiaba con cada aliento que le regalábamos a la noche, mientras me emborrachaba de su olor y de su vida, de su intimidad, de su persona. Hasta que un gemido desgarró el silencio de la noche y en su cuerpo estalló la primavera, quemó el verano, y heló el invierno en el otoño más cálido de mi vida.


Abrió los ojos y me miró, acabando con mis defensas. Algo se rompió dentro de mí, y ella lo vio. Se acercó, dejó sus labios a medio centímetro de los míos, y se quedó ahí, quieta, con los ojos cerrados, esperando dejar de notar mi aliento en sus labios para notarlo en su boca. No lo hice, no pude hacerlo. Así que bajé la cabeza, derrotado, rozando sin querer su cuello con mi nariz y sintiendo su estremecimiento. Ella notó mi retirada, así que puso sus manos en mis mejillas y rozó su nariz con la mía, despacio, con más cariño que nunca. Un beso esquimal en una noche de frío glacial derretido. Bajó sus manos por mi cuello, mis hombros, mis brazos, y mi mente se bloqueó. Fui incapaz de moverme. Tomó mis manos entre las suyas y me miró a los ojos. Esta vez fui yo quien no aguantó. La solté, y noté que algo se había roto dentro de ella esta vez. Dos corazones rotos en una sola noche. Quizá sea un precio demasiado caro a pagar por un poco de calor.


domingo, 3 de octubre de 2010

Sentir.

Un beso fronterizo. Todo empieza con un beso fronterizo que no se espera. Justo antes de pasar el día juntos. Un día de escalofríos, confidencias, sonrisas torcidas, y risas insanas. Y también una caricia a medias, una mano despreocupada sobre una rodilla y un corazón arrítmico. Elena se pasó el día dando rodeos y más rodeos, intentando evitar la manzana. Una manzana que no deja de bailar al ritmo que le marca el aire.

Pero Diego rompió el protocolo de sólo amistad rozando la comisura de Elena también al despedirse. Ella se apartó, y con sus enormes ojos dorados por fin le preguntaron qué pasaba.
Él sonrió. Aunque tardía, se alegraba de su reacción. Y le pidió un favor. "¿Confías en mí?", le preguntó. Y al oír la contestación de ella, le pidió que cerrara los ojos.

Elena, con su gesto tan típico, frunció sólo una ceja y entornó sólo un ojo, sospechando, pensando, no queriendo creer lo que estaba pasando. Pero accedió. Sintió cómo Diego se acercaba, poco a poco, despacio, muy despacio, dejando que ella notara su respiración fuerte a medida que se iba acercando. Le puso el dedo índice sobre los labios, mientras le daba un pequeño mordisco en el cuello, cerca (muy cerca, demasiado cerca) de su oreja izquierda, y le susurraba un "buenas noches" con esa voz ronca que tanto le gustaba.

Notó cómo un gemido iba abriéndose paso por su garganta, ardiente, gutural, intenso. Un gemido de esos que son como suspiros que se han quedado dentro y, tarde o temprano, acaban por salir. Y le buscó los labios a ciegas. Le besó como si no hubiera mañana, mientras su cadera se acercaba a la de él, y sus brazos buscaban como desesperados el final de su espalda. Sintió la mano derecha de Diego abriéndose paso entre su cazadora, mientras la izquierda rebuscaba por su bolsillo las llaves del portal.

Subieron las escaleras de tres en tres agarrados de la mano, y entraron a casa esparciendo bolso, cazadora, llaves, zapatos y camisetas por el suelo. Diego fue empujando a Elena hasta su habitación mientras ella se peleaba con su cinturón.

Ya desnudos, sobre la cama, Elena encima de Diego, a horcajadas, pero aún manteniendo las distancias, ella posó la mano sobre el pecho de él, intentando pararse un momento a pensar qué estaban haciendo. Pero él ya lo tenía más que claro, y le agarró los muslos mientras bañaba su mirada por su cuerpo para acercarla aún más a él.

Lento, un baile lento al principio, mientras los ojos de los dos caminaban por cada poro de la piel del otro, seguidos por lenguas y labios y manos y dedos. Diego hizo girar a Elena sin despegar sus caderas, y Elena se dejó hacer y llevar, se dejó manejar como quiso él, que le agarró las muñecas posándoselas debajo de la almohada, mientras su lengua se iba perdiendo por los pensamientos (o por la ausencia de ellos) de Elena. Y se quedó así, reclinado sobre ella, aumentando el ritmo mientras los dos, con los ojos cerrados, se sentían el uno al otro.

Ella volvió a girar, se revolvió, arañó, mordió y gimió con desesperación y su espalda se curvó involuntariamente a la vez que él se reclinaba y fundía su saliva sobre su pecho. Ella cerró los puños atrapando los hombros de Diego, abrazándole, acercándole más aún a ella, sintiéndole más dentro, más fuerte, más vivo. Y entonces...

... el Big Bang. Una explosión. Tormenta, rayos, truenos, lluvia enfurecida, fuego, volcanes, erupciones. Placer, mucho placer y un poco de dolor. Gemidos y gritos, jadeos, respiraciones entrecortadas con los ojos cerrados. El orgasmo.

Pero cuando Elena abrió los ojos ya no estaba en la cama de Diego, desnuda, sudada y rezumante de amor. Aún estaba en el portal, y con el dedo índice de Diego sobre sus labios, y escuchando su respiración al lado de su oreja.



A veces el calor de otra persona se siente sin llegar a tocar. Sólo hay que cerrar los ojos y sentir.

lunes, 28 de junio de 2010

Macedonia

La había visto de espaldas. Llevaba el pelo recogido en una especie de coleta enmarañada.

Recuerdo que, cuando intentó quitársela, el olor de su champú y sus risas por los enredos en su pelo inundaron toda la habitación.

Cogí su cara entre mis manos y la besé. Sabía a fresa, olía a coco, y su piel era de melocotón. Perfecta macedonia para cenar.

Imposible olvidar la mañana siguiente. Cuando desperté, ella ya no estaba a mi lado. "Se habrá ido", pensé. Bajé desnudo a la cocina, y allí estaba ella preparando el desayuno para dos que y siempre había querido ver sobre mi encimera. Desnuda, sólo sus braguitas y mi camisa, como en una película. Es increíble, nuestra ropa les queda mejor que a nosotros.

Se giró, me había dejado unos minutos para que la observara en silencio, como si supiera lo que estaba pensando. A lo mejor lo sabía. Se giró y me lanzó una sonrisa torcida, y me dijo un buenos días cargado de deseo.

Desayunar; ¿a quién le importaba desayunar? Había manjares mejores en aquella habitación.